Perfil Básico

Nombre

mafy13

Fecha de nacimiento:

1900-12-13

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Ficha de Personaje

Nombre del Personaje

Malfuin Dagnorion de Dorwinion

Raza

Espectro

Lugar de la Tierra Media

Dorwinion

Descripción del Personaje

Siempre envuelto en una tunica gris, con los bordes dorados, un libro runico y una espada elfica (Daerûth) lleva siempre con él. Aunque se transparenta levemente, sobre todo con una fuerte luz, y no envejece, es bastante parecido a un humano.

Historia del Personaje

Capítulo 1: Infancia.

El niño miraba la enorme montaña que esperaba al otro lado del Valle. Su altura era imponente, y su aspecto sombrío. Se quedó mirándola un buen rato, hasta que la figura que había tras él le empujó sin miramientos.
–Piensas quedarte el día entero hay plantado –dijo el enano cogiéndole por el cuello–. Tenemos que coger una de esas malditas barcas.
El niño asintió distraídamente y miró al enano. Era la única compañía que había tenido durante días, pero aún no se había acostumbrado a su presencia. Tenía la sensación de que, tal como todos los demás, el enano tenía reticencia a estar con un chico tan extraño y callado. En cualquier caso, le cogió de la mano y le arrastró hasta uno de los barqueros que había en el muelle.
–¿Van hasta la ciudad de Valle? –preguntó el viejo barquero–. Supongo que se dirigen a la montaña.
–Por supuesto –dijo el enano soltando unas monedas en la arrugada mano. Algunas otras personas de Esgaroth hacían cola tras el enano, así que saltó a la balsa arrastrando al niño.
–Oye –dijo éste tras unos momentos, tirándole de la barba.
–¡Estate quieto! –dijo el enano, molesto–. ¿Qué pasa, acaso has vuelto a olvidar mi nombre?
El niño lo miró unos segundos con expresión indescifrable y luego desvió de nuevo la vista a la Montaña. El enano rió entre dientes.
–Maldita sea, niño, no sé que voy a hacer contigo –comentó el enano–. Me llamó Nailin, y esa montaña es Erebor.
–Ya sé el nombre de la montaña –replicó el niño, herido–. Me aprendí todos los mapas que tenía en… –volvió a sumirse en silencio.
–Escucha, muchacho –dijo Nailin–. Si tus padres te han mandado a estudiar con enanos, es por tu bien. En Valle muchas familias lo hacen; no habrá ninguna diferencia sólo porque vengas de algo más lejos.
–¿Cuándo volveré a casa? –preguntó el niño, y ésta era la pregunta que llevaba haciéndose todo el día, la pregunta por la que había tirado de la barba al viejo enano.
–Tendrás que esperar unos años –replicó el enano–. Así son las cosas, Mafÿ.

Mafÿ era un niño humano que siempre había vivido en Dorwinion. Su padre había vivido allí gran parte de su vida, pero su madre descendía del pueblo de Arnor. Estando en la ruina total, se había obligado a casarse con un hombre menor y olvidar el lejano oeste. Sin, embargo, y a diferencia de sus hermanos, Mafÿ nunca había sentido que aquél lugar fuese su hogar. En realidad, no tenía nada que ver con el sitio, pues vivían en las montañas del lado suroeste del país, en un pequeño pero encantador valle… Pero no sentía que la gente tuviese ningún respeto por él, ni niños ni adultos. Mafÿ no había visto jamás a los orcos, pero tenía la sensación de que le trataban cómo a uno. Y tras seis años de continuos problemas con todo el mundo debidos a la extraña actitud del chiquillo, su padre se cansó y le envió a estudiar con los enanos de Erebor, el reino que había sido liberado de Smaug hacía ya algunos años.

Cuando llegaron a Erebor, ni siquiera Mafÿ, tan silencioso habitualmente, pudo contener una exclamación de asombro. Había muchas personas por todas partes, trabajando en diversas cosas. Eran asombrosas las baldosas, pasarelas, y grabados que había en el lugar; a cada segundo el niño se sentía incapaz de seguir andando, demasiado distraido por las maravillas que veía. Nailin no pudo evitar una sonrisa de orgullo.
–El rey Dain está haciendo un gran trabajo con este lugar, ¿eh?
Mafÿ sonrió y asintió vigorosamente.

No le fue fácil habituarse al estilo de vida enano. Nailin le enseñaba a leer y a utilizar los diferentes tipos de runas de los enanos, poco a poco, pero también le obligaba a trabajar en las mamposterías y a cazar, entre otras cosas. Había varios niños allí, pero la mayoría parecían más hoscos incluso que los de Dorwinion. Al verle se reían de él y le perseguían, por lo qué se acostumbró a permanecer en la oscuridad. Sólo hizo un amigo.

Era un chico curioso, rubio y de rostro afilado, llamado Indred. Su padre al parecer era pariente del Señor de Valle, lo cual a veces parecía hacerle sentir muy orgulloso, pero en otras ocasiones daba la sensación de que lo odiaba. El chico era inteligente, aunque Mafÿ sospechaba que muchas veces sólo repetía cosas que otros decían. A menudo escuchaba atentamente las largas cavilaciones de Mafÿ sobre el funcionamiento del mundo, y las antiguas historias que había escuchado de labios de su madre. Cuando Mafÿ decía en voz baja alguna cosa referente a las lecciones de Nailin, Indred las repetía y se llevaba el merito (cuando Mafÿ acertaba) o la vergüenza (cuando fallaba, y eran menos las veces).

Pero lo más apasionante eran las visitas a las forjas, cuando Indred y Mafÿ se escabullían por los recovecos de las fabricas y los talleres de los enanos, fuese o no peligroso. Si algo compartían los chicos era la afición por los lugares ocultos. Por otro lado, Indred robaba cosas de los talleres, lo cual hacía sentir culpable a Mafÿ, pero nunca le delató… Era los más parecido a un amigo que tenía. Pese a que a menudo lo traicionaba.

El tiempo pasaba. Nailin estaba en cierto modo orgulloso de Mafÿ, a pesar de haber sido un completo fracaso en la mayoría de los trabajos manuales y en los cálculos, el chico era un genio en la utilización de las runas, lo cual era también la especialidad del enano. A lo largo que pasaban los años, le había contemplado progresar en aquel arte (él no se dejaba engañar por Indred) y le había eximido de sus otras obligaciones para adiestrarlo más de lo que se suele adiestrar a los humanos. En realidad, en cuestión de runas, Mafÿ estaba aprendiendo en poco tiempo trucos que los maestros enanos tardaban en dominar. Al final de su adiestramiento ya sabía como usar las runas para fortalecer una estructura o (según las circunstancias) incluso encantarla. Y el día que el niño llevaba siete años allí (él ya tenía trece) el enano le llamó.

Le encontró en el taller donde le había enseñado tantas cosas, pero su posición era extraña. Estaba en un rincón, recostado, y tapado por una gruesa manta. Mafÿ se acercó con cautela.
–¿Está bien? –preguntó.
–Sí, muchacho, tan bien como puedo estarlo según las circunstancias.
En el rostro del niño se dibujo una expresión de comprensión. Bajó el rostro y se quedó allí.
–¡Por las barbas de Durin, muchacho! –exclamó el enano–. Podrías preguntar “¿Qué te sucede, maestro?” o tal vez “¿De qué circunstancias estás hablando?”…
–Te estás muriendo –acusó Mafÿ, y se le llenaron los ojos de lagrimas.
–Sí, pero desde que nos conocemos no te he oído decir más de dos frases seguidas –comentó Nailin–. Ya sé que te crees condenadamente listo y no hace falta que te diga que me muero… Pero en general a los muertos se les dicen palabras de despedida y esas cosas…
–No sé que decir…
–Acércate, anda.
Mafÿ se acercó y preguntó:
–¿No debería llamar a alguien? Debería llamar a su familia o…
–No tengo a nadie de quién despedirme –replicó Nailin–. De hecho, ahora voy a ver a mi familia, porque yo soy el último de los míos. Pero antes, quería dejarte algo.

El enano levantó una temblorosa mano y araño la pared de piedra musitando unas palabras. Unas runas centellearon un momento y después una especie de armario con la puerta de piedra se abrió. En su interior había un objeto alargado envuelto con un paño. Nailin lo cogió y lo puso en las manos de Mafÿ, quien lo desenvolvió.
–¡Una espada élfica! –dijo impresionado.
–Más o menos –dijo el enano–. Es una hoja forjada en Gondolin, pero está recubierta de algo que jamás fue hecho por un elfo.
–¡Runas enanas! –Mafÿ observó asombrada la genial perfección de aquellas runas–. Pero, ¿cómo…? –nunca había oído de un arma forjada entre elfos y enanos.
–Esa espada tiene una larga historia –dijo el enano en voz baja–, pero ya no me queda aliento para contarla. Tu sabrás apreciar su valor. El nombre de las espada es Daerûth… Sí, Daerûth…
–Gracias, maestro –dijo Mafÿ sin apartar la vista de la espada, fascinado. Siguió un largo silencio–. ¿Maestro?
Pero Nailin ya se había marchado.

Semanas después, Mafÿ abandonó sus estudios y se fue de la Montaña. En cualquier caso, ya sabía probablemente más que cualquier otro hombre sobre las runas, y aunque sabía que quedaba mucho por aprender, estaba cansado del lugar. Con una pequeña bolsa de oro y la espada, Daerûth, a la espalda, volvió a Dorwinion, viajando siempre de noche; sus ojos estaban demasiado acostumbrados a la oscuridad bajo la montaña.

Al llegar a Dorwinion, las cosas no habían cambiado demasiado. Su madre le había echado de menos, pero su padre no parecía haberse percatado de su regreso. Fue inmediatamente puesto a trabajar en una herrería, y Mafÿ comprendió que eso era lo que pretendían que aprendiese en la montaña. En seguida su reputación de persona extraña se extendió por todo Dorwinion, sobre todo debido a que únicamente trabajaba de noche y a que jamás probaba el vino (en Dorwinion, donde todos tenían una extraordinaria resistencia al alcohol, el no podía aguantar un par de jarras sin caer al suelo). La única persona que se puso de su parte fue un amigo que también trabajaba en la forja, llamado Ortil. Entre las bromas que mantenían durante las largas jornadas de trabajo y el hecho de que aprovechaba para grabar runas invisibles en todas las cosas que hacía, Mafÿ no se sentía desdichado, tal como se podría haber pensado en un principio. Únicamente se preguntaba cuanto duraría aquello.

Unas semanas después de su regreso, un emisario encapuchado llegó del sur, en plena noche. Llamaron al dirigente de Dorwinion y todos los que estaban despiertos en la zona se acercaron con curiosidad.
–Soy un emisario de Mordor, un reino del sur –dijo el encapuchado, y todos se estremecieron y murmuraron–. Originalmente estas tierras que pisamos también pertenecían a Mordor, pero nuestro gran y bondadoso señor tuvo que descuidarlas hace muchos años, y al parecer en ese tiempo os habéis apoderado de ellas. Pero nuestro señor es bondadoso, y si aceptáis su autoridad y pagáis un tributo, se os perdonará vuestra osadía.
–Jamás en nuestra larga historia hemos pagado tributo alguno ni pertenecido a nadie, eso son mentiras –replicó el dirigente–. No sé quién eres ni qué pretendes, pero Mordor fue derrotado hace incontables años, no nos asustas con tus cuentos.
El encapuchado rió.
–Ya veremos si son cuentos o no. Sauron toma lo que es suyo, por la fuerza si hace falta.
Se subió a un caballo negro y partió con rapidez.

–¿Quién demonios sería ese hombre? –se preguntó Mafÿ, de vuelta al trabajo.
–Verás, no estoy seguro de que fuese un hombre –replicó Ortil, estremecido–. ¿No notaste un frío sobrenatural al estar junto a él?
–Yo no noté nada…
Ortil le lanzó una mirada sombría.
–A veces tampoco estoy seguro de que seas humano –dijo.
–No digas tonterías –replicó Mafÿ–. ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Convertirme en un espectro?
Ambos rieron.

No imaginaban que les quedaba tan poco tiempo.

Capítulo 2: Sombra.
Apenas tuvieron tiempo para organizar la defensa. Hacía un par de horas, un campesino había informado asustado que una gran multitud era visible desde el sur. Se dio la alarma y todos los hombres capaces de luchar acudieron, mientras el resto se escondía… Pero sólo en el tiempo que tardaron en preparar una modesta resistencia los primeros orcos ya aparecieron entre las últimas casas de la aldea.

Por supuesto, Mafÿ era uno de los considerados “aptos para el combate”. Había recibido poco entrenamiento, como la mayoría allí… No sabía muy bien como usar la espada que tenía entre las manos, a pesar de que él mismo había estado martilleando sobre la hoja aquella tarde. Ortil estaba junto a él; no parecía tener miedo, aunque su forma de coger la espada era incluso menos experta que la de Mafÿ.

Los orcos se acercaron sin ningún tipo de preámbulos, corriendo y chillando. No parecían tener un líder, ni más estrategia que avasallarlos mediante la superioridad numérica. Cuando varios de ellos estaban a pocos metros de distancia, una lluvia de flechas sobrevoló las cabezas de los hombres y fueron a dar en las armaduras de los orcos. Varios cayeron al barro, pero en la noche era difícil apuntar, y los orcos soportaban bien las heridas. Ortil saltó hacia delante y blandió la espada. Golpeó en la armadura de un orco, pero el golpe llevaba tal fuerza que la quebró y penetró la carne. El orco se sacudió y cayó al suelo, haciendo que un compañero que iba detrás tropezase; Ortil le pisó el cráneo y hubo un estallido. Mafÿ no pudo evitar desviar la mirada.

Tras haberse enfrentado a un par de oponentes, el chico sabía que llevaban las de perder. Estaban retrocediendo para evitar las embestidas orcas, pero eso implicaba dejar algunas casas a merced de los orcos, casas en las que había personas aún, en algunos caso. Más de un hombre se quedó ante la puerta de su morada y se negó a retroceder, sabiendo que su familia estaba dentro. Así, el número de defensores decrecía por momentos. Mafÿ sintió un cosquilleo de temor, al imaginarse repitiendo la escena ante su propia casa.
– ¡Mafÿ! – exclamó Ortil– . ¡Mira! – y señaló la cima de la montaña. No había necesidad de imaginar más, los orcos habían llegado hasta su casa.
– ¡Tengo que ir! – exclamó, y se dio la vuelta.
– ¡Pero no puedes hacer nada! – replicó Ortil; luego pareció darse cuenta de que aquello era irónico: Mafÿ tampoco estaba siendo de ayuda ahora, y en cualquier caso la batalla llevaba mucho rato perdida– . Te acompaño.
– No, tu casa está cerca de aquí – dijo Mafÿ– . Quédate con los tuyos… Nos vemos.
– Sí…

Mafÿ corrió por entre los cuerpos caídos de hombres y orcos; oía insultos a sus espaldas de los demás hombres, que le llamaban cobarde y le acusaban de abandonar. Pero aquellas cosas ya no tenían importancia. Gritó cuando un par de orcos se le aparecieron y los degolló de un golpe de espada, furioso, sin darse cuenta apenas de que su brazo se rajaba con una de las cimitarras. Siguió corriendo.

Al llegar a su casa, vio que estaba en llamas. Su padre y sus hermanos no estaban allí, tal vez seguían en la batalla aunque él no los había visto. A pesar del sofocante calor del incendio, abrió la puerta y corrió por la casa.
– […]
– ¿Qué? – Mafÿ se volvió. Tras él, aplastada por una viga en llamas, estaba su madre. Se arrodilló junto a ella y trató de levantar el enorme trozo de madera; pero fue inútil. Miró a su madre con culpabilidad– . No puedo…
– Mal… Malfuin – fue cuando dijo ella, y sonrió. El muchacho comprendió que era su nombre completo, a pesar de que no lo había oído nunca. Y entonces, con sus últimas fuerzas, ella le empujó y le arrojó al otro lado de la habitación. Un segundo después el tejado, que se derrumbaba, la aplastó.

Parecían haber pasado siglos. Seguía sobre el suelo, y las llamas que empezaban a lamerle le hicieron reaccionar. Estaba conmocionado y no se había dado cuenta de que todas las salidas estaban en llamas, y el rodeado. La única opción era subir por las escaleras y tratar de saltar a la calle. Subió los escalones, y al llegar arriba vio un grupo de orcos que, por algún motivo, también habían quedado atrapados mientras saqueaban. De repente Mafÿ se dio cuenta de que no llevaba la espada, debía haberla dejado en el suelo al tratar de levantar la viga. Estaba indefenso ante aquellos orcos, a menos qué…
– ¡Daerûth! – gritó, y corrió por el pasillo. Los orcos gritaron y se le echaron encima, pero el saltó a su habitación y rodó sobre la cama. Cayó al suelo al otro lado y sacó de debajo la espada que le había regalado su mentor enano. Pero la espada había cambiado.

Las runas que cubrían la espada parecían generar una especie de neblina que envolvía la hoja, haciéndola prácticamente invisible en la oscuridad. Sin pensarlo dos veces, la empuñó y atacó a los orcos, que ya le atacaban. La espada se movió como un murciélago y destrozó los cuerpos de los orcos. De algún modo, parecía que la propia arma tuviese deseos de derramar la sangre de aquellos seres. Acabó con todos en pocos segundos.

Entonces una sombra negra apareció en la puerta. Mafÿ supo que era el individuo que había dado el ultimátum a Dorwinion hacía unos días; el hombre que, según Ortil, hacía que sintiera una sensación helada. Sin lugar a dudas, ahora la sentía. Sólo que ya sabía que no era un hombre.
Las prendas del encapuchado estaban quemadas, lo cual parecía amedrentarle mucho; a través de las quemaduras que había en ellas se podía ver… Nada. Era como sí las ropas estuviesen vacías; como si aquello fuera… Un espectro. Un espectro furioso que quería salir de allí. Y miraba a través de Mafÿ, quien repentinamente se percató de que había una ventana tras él, posiblemente la única salida de aquella casa. Se había interpuesto en la huida de un espectro.

Rápidamente aquel se abalanzó sobre Mafÿ y le lanzó una estocada, que el muchacho detuvo a duras penas y trató de devolver débilmente. El espectro golpeó a Daerûth con fuerza y la hoja escapó de las manos de Mafÿ. Su enemigo la cogió en el aire y se la clavó en el hombro izquierdo, atravesando la pared que había detrás. El chico trató de desclavarse la espada con sus últimas fuerzas, pero el espectro le clavó su propia espada en el otro hombro, rompiéndole muchas costillas con la larga hoja. Mafÿ gritó, chilló, pero en su dolor agarró la negra capa del espectro. Al menos, si él moría, quería que aquello también acabase entre las llamas; no le dejaría ir.

Rebuscando entre sus negros ropajes, el espectro sacó la última arma que le quedaba, un puñal largo y pálido; se lo clavó profundamente en el corazón. Las fuerzas abandonaron a Mafÿ. Sintió que unos cristales le cortaban la cara, su enemigo debía haber saltado por la ventana. Poco importaba ya…

Sentía un calor horrible, cómo si su carne fuese cera hirviendo, pero también sentía un frío aterrador que invadía su alma. Estaba seguro de que no podía sobrevivir, notaba que la vida se le iba, pero… ¿por qué no se apagaba la conciencia también? Era como si tuviese que sentir la forma en que su cuerpo ardía después de la muerte, con una conciencia fría que no soportaba el calor. Su espíritu estaba siendo abrasado y no podía huir. Empezaba a entenderlo, aquel puñal le mantenía en el cuerpo, a pesar de todo. ¿Quién sabía si no estaría ya muerto?

Notó un enorme estrépito y sintió que caía. Supuso que al fin la casa se había derrumbado, y sus suposiciones se vieron confirmadas al sentir que un enorme peso le cubría.

“Muerto y enterrado, pero consciente”, pensó Mafÿ, con algo de fastidio. Entonces notó que podía pensar con claridad. Aquello no tenía sentido, porque para entonces no estaba seguro siquiera de tener cuerpo, debía ser un puñado de cenizas. Pero había algo en lo que podía apoyarse, una inagotable fuerza sombría pero pura. Se preguntó de dónde provenía, y entonces lo notó. “¡Daerûth!”, exclamó mentalmente. Sí, era la espada la que le proporcionaba aquella energía. Decidió aprovecharla todo lo posible. Empezó a removerse y desenterrarse. Pronto vio la luz de las estrellas, pero no como las había visto siempre, sino como señales muy claras e inteligentes, casi amenazadoras. Todo se tornaba confuso y cambiante, y a lo lejos oyó el sonido de los orcos. Sí, había orcos allí, pero no vio a nadie combatiéndolos. Simplemente reían y celebraban su victoria. La furia se encendió. No sabía si tenía mano, pero podía empuñar la espada y eso le bastaba. Se arrojó contra los orcos, tal vez como forma humana o tal vez como forma en llamas, nunca se supo. Los orcos huían aterrorizados y morían. Y cuando el último de ellos cayó aterrorizado, preguntó:
– ¿Qué eres?
Una última voz resonó en el silencio.
– Malfuin.

Capítulo 3: Misión

¿Qué era él? ¿Un espectro? Malfuin recordaba perfectamente su pelea con él que le había hecho aquello. Si aquello era un espectro, desde luego él no.

No tenía forma. Brazos, piernas, cabeza, no podía distinguir nada de aquello. Lo veía todo como a través de una cortina de lluvia o de niebla, lejano y confuso. No podía tocar nada, ni rozarlo, y sin embargo estaba allí mismo. Hacía unas horas que había acabado con los orcos, y en ese momento si había podido interactuar. Pero para aquello hacía falta un poder que había malgastado. La magia de las runas de Daerûth ya no le era suficiente, no podía extraer tanto poder de la espada. No sabía donde estaba, pero sin lugar a dudas Daerûth también estaba allí. Sin eso, tal vez ya se habría deshecho en el viento o se habría quedado simplemente allí, con menos consciencia que una piedra. Y la espada no le mantendría eternamente en aquel estado… Necesitaba alguna otra fuente de poder.

Pero, ¿qué podía encontrar a su alrededor? Estaba en medio de la nada, a su alrededor veía algunos restos árboles polvorientos y retorcidos, montones de hierba seca, un río sin vida e interminables grietas que cubrían el suelo hasta el horizonte en todas direcciones. Sin duda, debía estar en el centro de las Tierras Pardas, adonde había llegado en su inconsciente vagar.

Pero, ¿era del todo inconsciente? Ahora que lo pensaba, se estaba moviendo, sí, pero su rumbo no era errático. De hecho, iba justo en dirección sur. Tenía fuertes sospechas de lo que había en esa dirección, pero de todos modos se concentró en encontrar la fuente de poder que le atraía. La reconoció, era el poder que le había hecho eso. Sin duda, iba directamente hacia Mordor.

Odiaba la idea, pero no tenía sentido resistirse. Si no encontraba una fuente de poder en aquel lugar, probablemente desaparecería en la nada. ¿Era preferible unirse a quienes le habían hecho aquello? El hecho de desaparecer le aterraba, no podía irse sin más del mundo; habría sido peor que la muerte. Buscó en todas direcciones algún otro foco al que aferrarse, pero el mundo parecía vacío en aquella hora. Estaba condenado a la oscuridad, no había nada más para un espectro.

Pero, ¿qué era aquello? El sonido del agua y del viento en los árboles le envolvió un momento durante su azarosa búsqueda. No sabía lo que era, pero estaba seguro de que venía del oeste. Trató de avanzar en esa dirección.

Sin embargo, ahora que lo intentaba, era muy difícil resistirse al poder que le atraía hacia el sur. Era como si unas cadenas le arrastrasen a la oscuridad. Pero siguió intentando liberarse. Tuvo miedo de desaparecer, estaba gastando más poder del que la espada le ofrecía. Sin embargo, reunió los últimos jirones de voluntad y siguió empujando en dirección al poder que percibía con sutil claridad.

Con la inquietante sensación de que dejaba algo atrás, al fin se deshizo de la resistencia y se encaminó al oeste. Todo se tornaba tan confuso y borroso que no podía ver adonde iba. Durante horas vagó en una especie de limbo gris. Y al fin, cuando se sentía cercano al poder que era su última esperanza, sintió que se deshacía por completo.

***

¿Hojas doradas de árboles? No podía reconocer la especie, aunque le parecieron lo más esperanzador que había visto en mucho tiempo. Se incorporó lentamente y notó que podía ver con claridad. También tenía un cuerpo, aunque parecía hecho con sombra y agua, mantenido con un poder que no era el suyo. Vio que la espada estaba junto a él.
–Así que has despertado –dijo una voz clara.
Malfuin miró a quién había hablado, pero en esa dirección no podía ver más que una luz deslumbrante. Aquél poder era el que le había salvado, estaba claro para él.
–¿Quién eres? –preguntó Malfuin.
–Galadriel –dijo ella.
–Gracias por… Salvarme.
–No te he salvado, para eso aún queda un largo camino, si eres capaz de recorrerlo. Sólo te he ayudado, es una especie de capricho –Galadriel se encogió de hombros–. Pero agua y sombra no es suficiente para mantenerte mucho tiempo. Si quieres, puedes buscar a las otras dos personas con poderes similares al mío, aunque no sé si querrán ayudarte o no, la decisión es sólo suya.
–Está bien –dijo Malfuin–. Entonces me iré a buscarlos…
–Si te vas ahora no llegarás lejos –dijo la Dama–. Quédate un tiempo y recupera tus energías, las necesitaras. Tal vez encuentres a otras personas por aquí, pero no les hables; te dejarán en paz.
–De acuerdo…

Malfuin pasó allí un tiempo, no supo nunca cuanto. Buscaba refugio todo tiempo entre las sombras de los árboles, pues la luz que lo cubría todo era demasiado brillante para él. Galadriel le regaló una túnica y un manto con capucha, de color gris, y él le pidió aguja e hilo dorado; de este modo, pudo bordar runas en los bordes de la túnica, utilizando sus conocimientos en las runas y canalizándolos a la conservación de su propia esencia. De éste modo, pronto estuvo listo.

Partió hacia el oeste, con la intención de alejarse de Mordor. Tenía que buscar, según Galadriel, el poder del fuego y el del aire. Así abandonó Lothlorien, sin despedirse.

No le pareció necesario.

Capítulo 4: Tinieblas, acogedoras tinieblas

Malfuin, con su cuerpo de sombra y agua, sentía que la luz del sol le hería. Ahora su cuerpo era más parecido al de un vivo, pero la luz parecía poder deshacerlo con facilidad. De este modo, se había visto obligado a viajar bajo los arboles, o aprovechando la sombra de las piedras. Era una forma de viajar más lenta, pero aún tenía tiempo, antes de necesitar completar el conjuro. Además cuando se concentraba, podía sentir la presencia del viento y del fuego a lo lejos. La presencia de Mordor, al suroeste, lo enturbiaba todo excepto aquellos dos puntos.

Cuando la luz solar le atormentó más de lo que podía soportar, se escondió bajo una roca y esperó a la caída de la noche. No le importó que hubiese un arroyo brotando de la roca, el contacto con el agua renovaba y fortalecía el regalo de Galadriel. Un ser de sombra y agua no tenía muchos escrúpulos respecto a mojarse en la oscuridad. Mientras esperaba, sintió que podía recorrer mentalmente el agua, como si fuese una extensión de su propio y tenebroso cuerpo. El arroyo corría entre unos arboles y finalmente se internaba en Lothlorien, que él había dejado atrás. En cambio, al investigar en otra dirección, penetró en unos grandes salones surcados por aquél riachuelo, donde vastos espacios de sombras le atraían. Y aquello le resultaba incluso levemente familiar. Le recordaba a Erebor… Enanos…
–¡Moria! –recordó, entusiasmado. Según los mapas, no debía estar muy lejos. Visitar Moria, de la que todos los enanos hablaban con añoranza… No podía haber muchas cosas que le entusiasmasen tanto. Si realmente era más impresionante que Erebor… Por primera vez, Malfuin se alegró de ser un espectro.

Unos días después, Malfuin logró encontrar un hueco por el cual acceder a las legendarias minas. No le importó demasiado que estuviese inundado, aunque el agua le arrastraba y tenía que usar un enorme poder de concentración para que su ser no se deshilachase. Sin embargo, lo consiguió, y emergió en un lugar apartado. De repente notó otras presencias a su alrededor. Estas no le habían visto, pero debía andarse con cuidado. Por primera vez, Malfuin vio trasgos, y no le gustaron.

Sin embargo, no estaba demasiado preocupado. Tenía la convicción de que una espada no podría tocarle en su actual estado ni espadas ni miradas podían penetrarle. De modo que no tomó tantas precauciones como hubiese debido.

Uno de los trasgos vio su túnica empapada y su transparente rostro cuando Malfuin cruzaba la puerta. El trasgo chilló y corrió hacia él. Malfuin aceleró el paso, molesto. No había muchas diferencias entre trasgos y orcos, y odiaba a los orcos por lo que habían hecho en Dorwinion. Se llevó la mano a la espada. Daerûth, quién sintió la presencia de los enemigos. El espectro se asustó; la espada parecía muy viva en aquellos momentos, y cuando el deseo de Malfuin era pasar desapercibido… El de la espada era matar y vengarse.

–¿Cómo demonios va a querer vengarse una espada? –se dijo en voz alta. Por desgracia, el orco le oyó y aceleró el paso. Malfuin se dio la vuelta, resignado a luchar. La cimitarra del orco le rasgó la túnica y le atravesó el costado completamente. El espectro calló de rodillas. Todos los esfuerzos que había imprimido en conservar una forma parecían desbaratarse ante un mero golpe–. ¡Demonios, soy más frágil de lo que pensé!
Con todo, Daerûth le transmitió una descarga de energía mágica que recorrió su cuerpo como una corriente de agua que saciase su sed. Juntos, espada y espectro, decapitaron al orco y a aquellos que le seguían. Teniendo en cuenta que Daerûth ya había agotado su energía una vez, Malfuin consideró conveniente una rápida retirada.

Malfuin había estudiado la espada durante las largas horas de aburrimiento en su habitación de Dorwinion. Pero el nivel de aquellas runas era muy superior al que él jamás alcanzaría; pocos trabajos de artesanía enana podían compararsele. La espada era un misterio, cuyas respuestas…
“–Esa espada tiene una larga historia, pero ya no me queda aliento para contarla. Tu sabrás apreciar su valor. El nombre de las espada es Daerûth… Sí, Daerûth…”. Eso había dicho Nailin, su maestro enano, poco antes de morir. La espada no había salido de la forja de Erebor, era mucho más antigua. Tal vez había venido de Moria, la Khazad-dûm por la que los enanos suspiraban y gruñían al mismo tiempo.

Malfuin había despistado a los trasgos. Consciente de la voluntad de Daerûth, que parecía clamar venganza una y otra vez desde el extremo de su brazo, al espectro se le ocurrió intentar algo un poco estúpido.
–¿Daerûth? –dijo en voz alta.
La espada pareció prestarle atención, o esa fue la sensación que tuvo.
–¿Has nacido aquí? –preguntó Malfuin. No estaba seguro de poder llamar na
Una especie de negativa, pero no lo era del todo.
–Bueno, entonces… ¿Has estado aquí? ¿Aquí ha pasado algo importante para ti?
Una afirmación.
–¿Dónde exactamente?
Arriba.

Guiado por la espada de una forma un tanto peculiar, Malfuin recorrió Moria por los largos pasillos y salones. Desde luego estaba encantado con el lugar, allí podría haber vivido feliz. O tal vez descansar en paz feliz… No, no podía quedarse, la bendición de Galadriel no duraría para siempre si no la reforzaba. Pero tal vez al final, se encerrase en Moria… Era un lugar donde el sol no podía llegar.

Finalmente encontró el lugar que la espada indicaba. Incluso Daerûth parecía algo diferente cuando entraron. Era una sencilla habitación de forja, con una enorme hoguera apagada y una mesa de trabajo, llena de martillos rotos y otras herramientas.
–Así que has salido de aquí, ¿eh? –comentó Malfuin alegremente–. Bueno, o al menos aquí has sido reforjada… Tenemos mucho en común, a mi también me reforjaron las llamas.
La espada envió a Malfuin un mensaje que esencialmente decía: “¿Qué clase de idiota se pone a hablar con un arma?”. El espectro echó a reír. En aquel momento, se sentía muy humano.
Sin embargo algo llamó su atención. Sobre la mesa había un largo manuscrito enrollado. Su curiosidad le empujó a leerlo al instante, y se sintió complacido al ver su contenido.

Al parecer, estaba a punto de averiguar el verdadero origen de la misteriosa espada…

Capítulo 5: Ira sombría.

“Yo, Ballari, Maestro del Arte de las Runas de Khazad-dûm, atestiguo que escribí estas palabras, y dejo grabada mi marca en la cubierta de éste libro como prueba de ello. Relataré en estas páginas tanto mi conocimiento como la forma en que llegó hasta mí la espada que, durante largos años, he trabajado hasta convertirla en una de las mayores obras creadas por los enanos. Sin embargo, esta obra al mismo tiempo será una vergüenza para nuestra estirpe… Por que es un trabajo empezado por elfos. Es indigno de un herrero enano aprovechar un trabajo que otro hizo sin darle reconocimiento, pero tras los últimos tiempos, jamás reconoceré que un elfo sea quien empezó mi trabajo.
De este modo, aquí lego mi mayor trabajo, mi mayor honor, y mi mayor vergüenza. Es esta la historia de Daerûth.

Recorría la distancia que separa Khazad-dûm y Ered Luin junto con unos compañeros. Este viaje siempre ha sido bastante peligroso, debido a que las huestes de Morgoth recorren estas tierras en busca de hombres que unir a su interminable horda de esclavos. Por eso, cuando nos encontramos con un grupo numeroso de enemigos, no tuvimos otro remedio que escondernos, aunque apenas podíamos controlar nuestra furia al verles. Llevaban un suntuoso botín, tal como pocas veces se ha visto. Nos planteamos atacarles, pese a nuestra desventaja. Pero la presencia de decenas de trolls nos intimidaba demasiado. Así que pasaron de largo y nosotros continuamos nuestro viaje al oeste.

La noche siguiente, nos encontramos con otra gran compañía, pero al verla nos alegramos, pues estaba formada por enanos de Ered Luin, nuestros parientes. Ellos nos contaron que perseguían a los orcos y trolls que eran fugitivos de Angmar. Fue por ellos como supimos que Gondolin había caído… El botín de los orcos no era otro que armas de los nobles de la mismísima ciudad oculta, que nosotros sólo conocíamos por leyendas. Al saber esto, decidimos apoyar al grupo con la información que teníamos del camino, y les perseguimos siguiendo nuestros recuerdos y las numerosas huellas.

Tardamos varios días en darles alcance, pues los enemigos avanzaban rápido, temiendo tal vez que Morgoth les reclamase el botín. Sin embargo, logramos darles alcance junto a una arboleda que los trolls habían corrompido con sus fétidas emanaciones. La batalla fue larga y dura, pues nuestras fuerzas y las suyas estaban igualadas. No ganó nadie… En la guerra nada se gana, los botines no compensan las perdidas. Muchos de nosotros comprendimos aquello aquel día.

Sin embargo, cuando tan sólo unas pocas personas quedaban en pie, alguien entró en la batalla. Era una elfa, y quedamos sorprendidos de su presencia. Llevaba tan solo un largo puñal, pero mataba un orco tras otro con frenética pasión.
Pero uno de los trolls continuaba con vida, y fue demasiado para la elfa. Yo, queriendo evitar su muerte, me enfrenté al troll y le maté. A nuestro alrededor aún continuaba la batalla, una batalla sin ánimo. No nos importó.
–Eres una buena persona, señor enano –dijo la elfa desde el suelo.
–¿Por qué habeis venido hasta aquí?
–Daerûth… La espada de mi esposo… Es cuanto queda de él, pues fue devorado por el fuego de los dragones…
–¿Daerûth?
–Espadas de nobles y reyes… –dijo la elfa–. Ninguna me importa. Sólo quería la espada de mi esposo, porque guarda una parte de su ser. No quiero… Que los orcos… La tengan…

La elfa murió. Yo mismo estaba muy herido y no pude ni levantarla del suelo, donde había yacido boca abajo. Mientras relataba su historia la boca se le había llenado de tierra. Una muerte patética para un ser hermoso y brillante.

Me decidí a buscar la espada que la elfa había mencionado. Era cuanto podía hacer, no estaba en condiciones de seguir luchando. Me arrastré hacia el interior de la arboleda durante lo que me parecieron horas. Y finalmente llegué hasta el lugar donde tenía amontonado el botín. Daerûth no tenía ningún tipo de runas sobre su hoja, al diferencia de las espadas más importantes que había allí. Y sin embargo, pude reconocerla con facilidad. Si las armas brillaban con un leve pero furioso destello azulado, la luz de aquella era tan poderosa que tuve que cerrar los ojos. La mismísima furia de su dueño parecía mantenerse intacta en ella, creando una barrera de luz que los orcos no traspasaban.

Sin embargo, a mi me permitió el paso. mis heridas no me importaban ya, por lo que me puse en pie y caminé hacia la luz. Mi voluntad se fortalecía a medida que me acercaba… Cuando tomé la sencilla empuñadura élfica, ya no era yo mismo. Arrojé mi hacha a un lado y me arrojé sobre los orcos luchando como nunca jamás había sabido hacerlo. Las cabezas rodaron por todas partes a medida que me acercaba al núcleo de la batalla, dando muerte a todo enemigo, inspirando valor a todo amigo.
Y cuando el último orco había caído, cavé con mis propias manos una tumba para la elfa desconocida. Pensaba dejar la espada allí clavada, a modo de lápida… Pero pronto comprendí que no era necesario. La espada ya estaba tranquila, aunque parecía triste, si esto era posible… Pero quería que yo fuese su portador. Lo supe… Y así obtuve a Daerûth, aunque ha cambiado mucho desde entonces.

Para guerrear en las minas de Khazad-dûm, Daerûth era completamente inútil. Su furioso brillo delataba nuestra posición inmediatamente, echando a perder todas nuestras estrategias. Por otra parte, ya no me recorría la oleada de furia que sentí al empuñarla por vez primera. De este modo, decidí mejorarla. Con la estructura rúnica adecuada, lograría canalizar el poder que hacia brillar la espada, para que en lugar de ello generase sombras. Sería el arma perfecta para mí… Y no cambiaría el alma de la espada. Pues Daerûth tiene su propia personalidad. Es como si el elfo de Gondolin que la llevó alguna vez estuviese encerrado en la hoja. Tal vez debí destruirla y liberar su alma. Pero no lo hice… Tras años de estudio, logré cambiarla. Ahora es una herramienta de las sombras, y la he vuelto prácticamente indestructible. Pero el alma que posee está encerrada para siempre.

Cuando logré acabar las modificaciones, la espada estaba irreconocible. Tanto la forma de la hoja, como las perfectas runas que he grabado en ella. Por muchos años que pasen no habrá espadas comparables a esta… Lástima que cuando escribí la última runa y sellé el conjuro, era demasiado tarde para mí. Soy demasiado viejo para luchar. Esta espada será para mis descendientes, y quiero que nunca se olvide su origen, pero que nunca se revele. Es mi última voluntad.”

El texto acababa allí. La espada seguía en la mano de Malfuin, pareciendo recuperar sus propios recuerdos. Entonces el espectro recordó algo. Aquellas hojas tenían que haber sido arrancadas de un libro. Lo buscó por todas partes, y al final lo encontró. Tenía el sello de Ballari, pero eso no le habría hecho falta para reconocerlo. Se había habituado al estilo de aquél enano. Encantado, Malfuin supo que el libro recogía los conocimientos de Ballari, los mismos que habían servido para modificar a Daerûth. Ahora podría estudiarlos, aunque tardaría años en comprender las primeras paginas de explicaciones. No le importaba, también tenía tiempo de sobra. Anexando las hojas arrancadas al libro, Malfuin lo guardó en su túnica y se alejó de allí, con la intención de abandonar la destrozada maravilla de Moria.

Y la espada lloraba.